Las banderas nacionales sudan al compás de los cánticos de año nuevo, y a pesar que de las nubes grises que se aproximan y retumban como la barriga de Satanás sobre las montañas violetas, decenas y decenas de niños con lamparitas de colores corren a través de las calles enladrilladas, opacas, mohosas, de verde lino, y yo, desde mi habitación, los miro con ansias de pasados remotos y recuerdos imperturbables.
|
Julio Lavallén |
Recuerdo, por ejemplo, cuando la conocí. Fue una noche parecida a la que se nos aproxima, pasaban de las diez y el viento soplaba tan fuerte que las tejas de los ranchos y las ramas de los árboles crujían al punto que las personas debían inclinarse por miedo a morir aplastado. Hacía tanto frío que las rejas de la casa en donde había ocurrido un atroz asesinato, temblaban como si tuvieran vida. Mientras tanto, yo caminaba ensimismado envuelto en varios sacos y con una boina que se aferraba a mi cabeza como una garrapata hambrienta. Por el viento y lo que volaba no podía levantar la mirada, y mis ojos no podían ver más allá de un par de pasos adelante. Me dirigía a la taberna del pueblo, al centro de todo, donde todos saben lo poco que pasa, donde las miradas de alegría y tristeza se confunden en una sola. No sé que fuerzas corrompieron el destino esa noche, no sé si fue la plegaria de un anciano en su cama, el punto fue que pasó todo aquello que fuera inimaginable.
En un momento pareció que el tiempo se detenía, como si el fuerte viento pasara a una brisa casi veraniega, que las vigas y las ramas hicieran las paces. Levanté la cabeza, como buscando una respuesta, pensando que había muerto por el olor a vela, a incienso, a pureza. No la encontré, pero a su vez hallé lo más hermoso que hasta ese día había sucedido en el pueblo y en mi vida: Un ser, de femenina contextura, en su caballo y dos burros que la seguían con varias valijas (tal vez con sus pertenencias) se estacionaba como una figura errante. No me di cuenta en el momento, pero había estado caminando rumbo a la esquina de la iglesia de los comunes, que era así como llamaban a la iglesia del pueblo en ese entonces, aún hoy recuerdo que solía ser un ático de esperanza para pobres y malolientes expulsados de la buena de Dios, por hombres y mujeres con dos brazos y dos piernas, tan iguales al resto de la humanidad en sus formas.
En ese lugar me crucé con ella, se detuvo exactamente allí. Al verme preguntó el nombre del pueblo, pero por un momento olvidé hasta mi nombre, y después de varios impulsos que más bien parecían intentos de hablar de un sordo mudo, le hice saber lo que solicitaba, ella sonrío como nunca había visto hacerlo a alguien, vi sus dientes blancos, sus ojos saltones, sus labios entreabiertos. De pronto se dispuso a desmontar y presuroso le tendí mi mano, no respondió al gesto aún cuando había reparado en él y bajó con la delicadeza que solo conocíamos en los pasajes de los libros. Esa fue la primera y última vez que ella estuvo en éstas calles.
Al bajarse fue directo a uno de los burros y buscó entre sus cosas, se veía un poco desesperada, hasta alcancé a oír un pequeño chillido lastimero, como si lo que estaba buscando tuviera espinas o una lámina cortante. Al final sacó unos papeles casi amarillos y raídos por el tiempo, los miró con suma atención y pude notar que hacía una especie de cuenta mental, (ahora que repaso ese episodio, jamás supe como iba vestida, solo sé que me ahogué en sus ojos y si alguien me pregunta, tal vez podré describir su rostro.) mientras se mordía los labios. Para ese momento en las calles ya no había nadie, pero los perros, dueños eternos de la noche, que habían estado en sus refugios para escapar del frío, salieron al encuentro de la extraña. Ellos conocían a todos y cada unos de los habitantes del lugar, no éramos muchos y los que quedábamos moríamos en un quejido eterno. Todos sufríamos de haber nacido en un pueblo muerto.
Los perros la olieron por casi una hora, la examinaron al igual que a sus bestias y sus pertenencias mientras ella permanecía quieta por el miedo que le producía su curiosidad. Como no encontraron a que temer, ni un rastro de peligro, decidieron partir a los otoñales encuentros amorosos, con sus pares del otro lado de la villa grande; se fueron como habían llegado, silenciosos y levemente excitados por la aparición.
Después de la intervención canina, me propuse entablar una conversación con la extraña, intenté de nuevo musitar, pero ni siquiera pude producir una sola sílaba. Ella rió, no me gustó su gesto, pero amablemente me tomó la mano y preguntó por algún lugar donde pudiera descansar, tal vez comer y beber algo. Para ese momento yo parecía un desquiciado, con mil abrigos encima, el pelo reseco debido a las variantes del clima, se escurría entre la boina, y las uñas sucias y largas como las de un gallinazo. En medio del desastre lo primero que se me ocurrió fue señalar la taberna.
Fuimos hasta allá. Al lugar parecía que no le pasaba el tiempo, los mismos viejos sentados en las mismas bancas, los mismos borrachos y el mismo licor. Pero ella, sin tapujo alguno, corrió el aire añejo con su olor a amapola, a flor de loto, a sendero virgen, y fue directo a la barra donde el hijo del dueño atendía, con una mueca lo llamó y ordenó cerveza fría (como si todo ahí no estuviera frío).
Yo no quería hablar gracias a los intentos fallidos anteriores, pero ella inició preguntando la historia del pueblo, sus calles, sus casas, los árboles, la fuerza laboral. Conté todo cuanto pude, porque sentí que de sus ojos brotaban dos manos de gigante que me sacaban las palabras. Yo no quería hablar de eso, era como recordar el minuto en que uno muere, era como oler la sangre corriendo por la frente. Mientras tanto, yo ansiaba saber su pasado, su origen, su destino. Quería saber de ella un poco más, pero no tanto para gastarla, porque creía que era una ilusión. Así lo hizo y lo continuó por un buen rato, pero de repente algo ocurrió: ya no podía fijarme en sus palabras, ya no atendía a los sonidos de su boca, ni siquiera la cerveza que pasaba por su garganta, todo empezó a ser imperceptible y de pronto, tampoco pude notar mi respiración, mis pulmones no se hinchaban, mi corazón no latía, mis venas empezaban a secarse y mis ideas apuntaban a un par de lámparas que tenía enfrente, sólo en ese momento supe que me había enamorado.
Continuamos bebiendo, tomando a la par grandes vasos de cerveza, acabándonos la reserva de la noche; ella se desdibujaba y volvía a aparecer con la mirada en el suelo, yo intentaba tocarla, pero mis manos no respondían, se adormecían, se caían, se levantaban y volvían al vaso, lo llevaba a la boca y de nuevo el licor estropeaba las funciones de mis extremidades.
Pasaban las horas y los vasos, pasaba el hambre y el sueño, ella cada vez se hacía más lejana y su sombra se desvanecía poco a poco entre el vaivén de las puertas rectangulares. Miraba desconcertada los papeles amarillos, los examinaba, y para mí, no era más que una visión distorsionada. Minutos después se escuchó el impresionante estruendo, el soplo del viento cada vez más fuerte, y ella, volaba, lejana, con los ojos tristes y vacíos hacía otro paraje inexistente para mí, porque yo no quería creer en un lugar sin ella.
Los lamentos de los caballos, en las pesebreras, eran cada vez peores, las gallinas de los corrales cercanos cacareaban y se movían de un lado a otro, los perros con su ladrido intermitente percibían el fuerte vendaval que llegaba con una mañana oscura. Levanté de nuevo la mirada, y ella ya no estaba, la busqué entre los vasos, entre los sueños de los borrachos en el suelo, la seguí buscando desesperado tras el bao de su huída, pero no la hallé.
Hoy no solo extraño su presencia, sino también su partida, que causa en mí alborotos de vida, ella de quien nunca supe su nombre, y que sólo, muchos años después, me enteraría gracias a un fragmento de papel amarillo olvidado sobre la barra de la taberna: a Alicia respondía, y errar era su oficio.